Un libro de Enzo Cascardo y y María Cecilia Veiga
Las acciones de los hombres son los mejores intérpretes de sus pensamientos.
– James Joyce
Como profesionales de la salud mental, somos permanentes observadores de los cambios a nivel social, cultural y tecnológico, y de cómo estos cambios pueden impactar en la conducta humana.
Estamos siendo testigos del advenimiento y la utilización cada vez mayor de nuevas tecnologías, Internet en sus distintas variables, videojuegos, computadoras, notebooks, teléfonos celulares, smartphones, tablets. Y nos resulta llamativa la manera particular en la que algunos pacientes se relacionan con las mismas.
Alexander Luria, neuropsicólogo y médico ruso, expresó con claridad la relación entre la historia, la cultura y los procesos psicológicos del ser humano en la siguiente frase: “Parece sorprendente que la ciencia de la psicología ha evitado la idea de que muchos de los procesos mentales son de tipo social e históricos en sus orígenes, o que las manifestaciones importantes de la conciencia humana se han visto directamente determinadas por las prácticas básicas de la actividad humana y las formas reales de la cultura.”
¿Hacia dónde vamos?
No hay duda alguna de que los avances en tecnología nos cambian la vida. La tecnología es un producto social y es parte de un proceso complejo. Se crea a partir de instituciones, de personas que la producen y de usuarios que se apropian de ella y la adaptan a sus propios intereses y necesidades. Existe un ida y vuelta infinito en la relación entre la producción de nuevas tecnologías y su uso en la sociedad.
Ha sido así desde los principios de la humanidad. Cada invento que ha creado el ser humano, como las herramientas de metal, la rueda, la penicilina, por nombrar algunos, han sido cruciales para el desarrollo de la sociedad moderna.
La tecnología ha revolucionado, entre otras áreas, la comunicación interpersonal. La radio, el teléfono, los satélites, Internet han hecho posible establecer puentes entre personas que se encuentran en puntos opuestos del globo terráqueo. Es, simplemente, maravilloso.
A partir de la década de los noventa, con el uso extendido de Internet, se han producido cambios a nivel global que impactan directamente en nuestro comportamiento, en nuestra cultura y hasta en la manera en la que se estructura la sociedad. Son cambios paulatinos que, sobre todo quienes hemos vivido (y sobrevivido) gran parte de nuestras vidas sin Internet, apenas notamos en retrospectiva. Nos cuesta recordar cómo eran las cosas antes de que la red global se colara en nuestros trabajos, en nuestro tiempo libre, en nuestras relaciones sociales, etc.
Lo cierto es que vivimos en una nueva estructura social, que es global y en red. Una perspectiva tentadora si pensamos en el concepto de todo lo que podemos compartir. Sin embargo, esta nueva cultura está caracterizada por la búsqueda incesante de la autonomía y la individualidad. Son cambios sociales que también producen cambios en nuestro comportamiento. Ya no le preguntamos al diariero del barrio dónde queda tal o cual calle cuando estamos perdidos, la buscamos nosotros mismos en el GPS. Es cada vez más raro pedirle a alguien que nos saque una foto, ahora hacemos selfies. Es así como vivimos, inmersos en la cultura de la individuación como nueva forma de comportamiento social.
Estos cambios tecnológicos, culturales y sociales acarrean nuevos problemas y el desafío implícito de encontrar la manera de resolverlos. En relativamente poco tiempo, Internet se ha metido en nuestros hogares, trabajos y escuelas. Y atraviesa casi todo lo que conocemos hoy en día, incluso las enfermedades que puede ocasionar, y lo que a nosotros nos compete: la salud mental.
¿Un nuevo trastorno psiquiátrico?
Como dijimos, vivimos en la era de la tecnología. Cada vez dependemos más de ella para resolver situaciones cotidianas, para ser productivos, para interactuar con una o más personas en tiempo real, para obtener información inmediata, entre tantas otras cosas. Es innegable que utilizamos la tecnología para actividades que nos son significativas y necesarias. Uno de los mayores impactos de Internet en la sociedad moderna es el cambio progresivo de costumbres, que regulan e interfieren con el comportamiento cotidiano. Por ejemplo, hace dos décadas nadie mostraba lo que estaba haciendo en un momento determinado a través de una foto para que fuera vista al instante por cientos de personas en una red social.
Por todo esto, nos es muy difícil establecer una línea divisoria entre necesidad y adicción cuando se trata de la tecnología. ¿Usamos Internet como herramienta o como vía de escape para aliviar nuestros problemas cotidianos? ¿Usamos Internet porque necesitamos obtener información o porque algo en nuestro estado de ánimo nos resulta displacentero y necesitamos un cambio?
A diferencia de otras problemáticas, en este campo encontramos que hay un delgado hilo que separa la normalidad de la patología. Estamos dando pasos gigantes hacia el futuro pero, ¿estamos preparados para afrontar las nuevas enfermedades que estos cambios acarrean?
El hecho de que haya personas que dejen de comer regularmente, dejen de salir de sus casas, abandonen actividades sociales, laborales y deportivas, cambien sus hábitos de dormir, dejen de interactuar con personas de carne y hueso, y las únicas relaciones que obtengan sea a través de la virtualidad, es un signo de alarma que nos invita a pensar dónde está el límite saludable en el uso de Internet y la tecnología.
No nos sorprende escuchar testimonios de personas que pasan más de doce horas al día conectadas, algunas transcurren días enteros sin dormir porque no han podido abandonar el juego online y otras reciben cantidades absurdas de mails en un solo día.
Es verdad, la vida está cambiando. Y aceptamos estos cambios, los abrazamos y los celebramos. Pero no hay forma de que podamos encuadrar estas conductas nocivas, su frecuencia y, sobre todo, sus consecuencias, dentro de lo que consideramos saludable. El uso indebido y la adicción a Internet se han convertido en problemas de salud a nivel global, y cada vez son más los estudios que revelan datos alarmantes.
Una prestigiosa revista científica, American Journal of Psychiatry, ha indicado que la adicción a Internet es considerado uno de los mayores problemas de salud pública que enfrentan países como Corea del Sur. En esta misma línea otro ejemplo es China, donde aproximadamente 10 millones de adolescentes padecen este trastorno.
En un estudio realizado en Holanda, diez importantes clínicas de adicción locales han reportado un creciente interés en el tema, al ver cómo el número de adictos a Internet crece en dichas instituciones de manera lenta pero constante.
A pesar de que la prevalencia en la población general mundial aún es baja, todo parecería indicar que estamos frente a un nuevo trastorno psiquiátrico. Es muy difícil estimar con certeza cuán grave es el problema debido a la popularidad y al alcance que tiene la red a nivel mundial. El hecho de que utilicemos Internet de manera cotidiana ayuda a enmascarar los comportamientos adictivos y, en muchos casos, este trastorno es subdiagnosticado.
Para nosotros, como profesionales de la salud mental, esta nueva patología es todo un desafío. Por un lado, debemos ayudar a los pacientes a reconocer el problema como tal, identificar objetivos de tratamiento y reformular sus conductas para que puedan lograr el bienestar. Por otro, en simultáneo, tratamos de aprender a diagnosticarlo y tratarlo más rápidamente y mejor para reducir su impacto.
Independientemente del tratamiento terapéutico individual, creemos que hay políticas en salud pública que podrían generar un cambio social y, con suerte, frenar el incremento de este trastorno en la población general.
En ese aspecto, varios países han comenzado a tomar cartas en el asunto y promueven medidas y leyes para tener una cultura digital más saludable. Recientemente en Francia, por citar un ejemplo, ha entrado en vigencia una reforma laboral que reconoce el derecho a la desconexión (doit à la déconnexion) fuera del horario de trabajo. A partir de 2017, los empleados de empresas medianas ya no están obligados a revisar la casilla de correo electrónico laboral ni responder mails cuando no estén dentro del horario laboral pactado.
¿Todo está en la palma de mi mano?
Tiempo atrás, cuando éramos adolescentes, usábamos las palmas de las manos para mostrarle a algún amigo “las líneas de la vida”. Haciendo memoria, en tiempos de escuela siempre había alguien que decía saber leer las manos. Y nos divertíamos haciendo preguntas y predicciones acerca de nuestros futuros. Las palmas de las manos son, definitivamente, una parte muy importante del cuerpo. Son un punto de apoyo, son trabajadoras y amigables. Están siempre cerca y llegan a casi todo el resto de nosotros.
No debe ser casualidad que hoy en día ese espacio haya sido ocupado por nuestro smartphone, quizá siguiendo los mismos objetivos. Preguntale a Google y él te dirá qué te depara el futuro. Te lo dirá ya, en apenas un segundo, eficientemente y con una exactitud que ya casi no nos atrevemos a cuestionar.
Todo al alcance de la mano. Esa es la promesa que el marketing que rodea a los smartphones intenta cumplir.
Nos han inducido a creer que necesitamos que todo sea rápido. Si es posible, inmediatamente. Nos gratificamos con un “me gusta” en Facebook, o con un mensaje en Whatsapp. Creemos que estamos interactuando con otros y que multitasking es lo que debemos ser si queremos tener éxito, solo porque está en nosotros tener todas las ventanas abiertas que queramos.
El problema es que algunos investigadores aseguran que estos aparatos tienen un efecto negativo en el proceso de toma de decisiones. Está comprobado que en muchas situaciones nos distraen, al punto de hacernos perder la noción de espacio mientras los usamos. Ese es uno de los motivos por los cuales está prohibido usar el celular mientras conducimos un vehículo. La ventaja obvia de hacer varias tareas al mismo tiempo es, a la vez, una desventaja. Nuestra capacidad de atención se encuentra dividida, interrumpida por mensajes que entran continuamente en nuestro aparato. La consecuencia es un déficit en la memoria debido a un proceso de atención parcial y un estado de anestesia emocional, y la consecuente dificultad para tomar decisiones.
Otra consecuencia de los smartphones es el cambio en el concepto de intimidad, de lo público y lo privado. Por ejemplo, se ha borrado la línea entre el trabajo y la vida personal, ya que el empleado está conectado durante todo el día con el entorno laboral a través del mail y el celular.
¿Ser o no ser (invisible)?
Seguramente, todos hemos escuchado debates ardientes acerca de si las redes sociales son buenas o malas. Nos separamos como sociedad en dos extremos opuestos: nos gustan o no nos gustan. Pareciera haber un sentimiento de amor/odio con respecto al uso de las redes. Durante años hemos visto a personas cercanas decir con orgullo “Yo no tengo Facebook”, casi como un acto de rebeldía. Y también hemos visto a unos cuantos sucumbir ante lo que parece inevitable.
Las redes sociales nos sacan del tan temido anonimato. Hemos reemplazado el miedo a la soledad por el miedo a ser invisibles, cibernéticamente hablando. La soledad virtual es sinónimo de pocos amigos en Facebook, pocos corazones en Instagram o pocos seguidores en Twitter. Y la lista sigue. Si no hay audiencia, pareciera que nadie nos ve. Ser visibles ante los demás o no ser nadie, ese es el gran desafío. Ser invisibles, estar virtualmente solos, nos aterra de la misma manera que la posibilidad de que nos rechacen o excluyan.
Las redes sociales nos han hecho creer la ilusión de que tenemos el control. Puedo controlar la privacidad, puedo admitir personas en mi cuenta e incluso ejercer el derecho de permanencia en mi grupo social/virtual. Puedo eliminar o, incluso, bloquear personas de mi vida con solo apretar una tecla. Puedo hacer todo eso y más, en la palma de mi mano. Y los otros pueden hacer lo mismo con uno, así de fácil, con el escudo invisible que les proporciona la pantalla.
Las redes sociales han borrado las diferencias entre lo íntimo, lo privado y lo público. Ya no importa lo que “es”, sino lo que se “muestra”, y cuánto y cómo se lo muestra. Lo virtual nos promete un escape de la vida real y, curiosamente, caemos en la trampa de creer que lo que allí sucede, también es real.
¿Será que el hábito de adquirir lo último en tecnología tiene que ver con la necesidad de ser admirado, reconocido, apreciado? ¿Será que el lado oscuro de esta panacea virtual está relacionado con la causa de nuevas patologías, más casos de trastornos de ansiedad en la población general, más sentimientos de frustración, menos control en otras áreas de nuestras vidas?
Este libro es un compendio de lo que sabemos, de lo que estudiamos, de nuestra experiencia profesional y de testimonios recogidos a lo largo de tantos años dedicados a la clínica, a atender personas con trastornos de ansiedad y que tienen dificultades con el uso de la tecnología.
Años dedicados a escuchar, a prestar atención, a reflexionar, a pensar con el paciente adelante nuestro.
Hay mucho por investigar y mucho por hacer en este campo, que crece a una velocidad que es casi imposible de seguir.
Les compartimos las preguntas que nos hicimos al pensar este libro, esperando que se apropien de algunas y también sean las suyas, y que estas páginas se conviertan en una herramienta para algunos, en un aprendizaje para otros y, quizás, en el puntapié de una consulta generada a tiempo.
Escribimos las respuestas a las preguntas con un eje siempre en mente. Una pregunta tan cortita y tan compleja a la vez: ¿Qué vida quiero vivir?
Los invitamos a navegar por estas páginas de papel y a reflexionar con nosotros.