Una tarde llegó a la consulta una chica de unos 25 años. Digamos que se llamaba Verónica. Me contó que había sufrido su primera crisis de pánico a los diecinueve, durante unas vacaciones en la costa con su familia. Un día, mientras estaba en la playa y sin nada que lo justificara, se empezó a sentir muy nerviosa. El corazón de golpe le iba muy rápido y sentía que no podía respirar bien. Enseguida pensó que estaba teniendo un ataque y que se iba a morir. Los padres, asustados, la llevaron sin pérdida de tiempo a una guardia médica. En la guardia los profesionales les dijeron que no tenía nada, que probablemente estaba nerviosa, que tomara un calmante y se mantuviera alejada de situaciones estresantes. Es verdad que Verónica estaba viviendo una etapa especial de su vida. Había terminado el secundario y, al no tener un proyecto muy firme, en su vida se había producido un vacío que la tenía bastante angustiada. El tiempo pasaba y los síntomas seguían. Las crisis ya eran más espaciadas y su vida, por lo tanto, era más tranquila. Un día, gracias a un informe en un noticiero, se enteró de que existían tratamientos específicos para casos como el de ella. Así fue como decidió, a pesar de los fracasos anteriores, darse una nueva posibilidad de recuperación. Dos semanas después llegó a nuestros consultorios. Ese día, el de su primera entrevista, luego de un rato de conversación durante el cual me relató los inicios de su enfermedad, le pedí que me contara qué cosas ya no hacía a causa del temor a que le sobreviniera una nueva crisis de pánico. Verónica, sin pensarlo, me respondió que ella llevaba una vida sin restricciones, que no se veía obligada a dejar de hacer nada, en realidad. Trabajaba en un local de ropa, estaba de novia, salía con sus amigas… En fin, a no ser por esas crisis que le venían cada tanto, podría decirse que llevaba una vida normal. Su respuesta me llamó mucho la atención. No era habitual que alguien que había sufrido ese tipo de crisis, y que aún las sufría (aunque en menor número e intensidad) no hubiera desarrollado un sistema de evitación de determinados lugares. Le pedí, entonces, que llenara un cuestionario (que damos a todos nuestros pacientes en la primera entrevista) en el cual se le presentaban diferentes situaciones de movilidad (viajar en colectivo, en subte, tren o avión, caminar sola por la calle, permanecer sola en casa, ir al cine, ir a reuniones, permanecer en una fila, viajar a lugares alejados de su casa, etc.) y ella tenía que señalar con qué frecuencia se veía obligada a evitarlas, a causa del temor a sufrir una crisis de pánico. Para su propia sorpresa (y no tanto para la mía) Verónica comenzó a tildar varios ítems, uno detrás del otro. Cuando terminó, me alargó la hoja y se sonrió, en un gesto que mezclaba asombro y confusión. ¡Había un montón de cosas que no hacía y lo había olvidado! De hecho, hacía tanto tiempo que no las hacía, a tal punto las había borrado de su vida, que ya no se daba cuenta de que le faltaban. Verónica ya no iba al cine ni a reuniones con mucha gente, por ejemplo. No tomaba transportes públicos (solo remises) desde hacía años. Su novio vivía a unas pocas cuadras de su casa, por lo que podía ir muy tranquila caminando. Lo mismo pasaba con su trabajo. Sus nuevas amigas, con las que más se veía, también vivían cerca y compartían sus “gustos” de salir solo por el barrio y no ir a bailes o lugares muy concurridos. Ahora sí se acordaba: como las crisis se repetían y no dejaban de atemorizarla, empezó a restringir sus salidas y actividades en forma progresiva. Descubrió que de esa manera conseguía que los ataques de pánico casi no se repitieran. Dejó de ir al cine o al shopping, no volvió a viajar en tren o colectivo, evitaba ir a reuniones y ya no salía de vacaciones en el verano. Su vida, de ese modo, volvió a ser más tranquila y previsible. Solo muy de vez en cuando sufría algún ataque de pánico que la sorprendía en medio de las actividades de todos los días, pero era cuestión de tomarse un calmante y esperar a que pasara. Total, tardaría bastante en repetirse.
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